martes, 3 de abril de 2012

Recuerdos palaciegos

Estaba de excursión con mi clase del instituto. Hacía un día de sol espléndido, podría decirse que era una mañana de abril bastante calurosa. Los profesores habían hecho buenas migas con los coordinadores, sus risas se oían hasta el final de la fila en la que estábamos dispuestos. Llegamos al Palacio Real. Observo boquiabierta aquella magnífica obra de arte construida allá por el siglo XIX con gran detenimiento y casi sin escuchar la explicación del guía. Parecía estar impregnada de historias que contar, cada habitación un secreto, miles de miradas fantasmales desde las ventanas, que invitaban a entrar a aquel lugar. Abro mi mochila y saco mi cámara de fotos, dándosela a una compañera para que me fotografiara dentro de uno de esos espacios de piedra tan pequeños en los que se resguardaban los guardias del frío en los gélidos inviernos de antaño, pero que a mi tanto me sirvió de gran alivio aquel día, sofocando gran parte de la calor que azotaba la ciudad en ese momento. Dentro de aquel zulo, podía respirarse la humedad que la piedra había tenido guardada en sus paredes durante siglos. Hasta podría decir que si cerrabas los ojos, podía apreciarse el suave aroma de los uniformes militares que tantas noches se dejaron caer allí. Cada rincón de aquel lugar me transmitía un sinfín de sentimientos, de recuerdos jamás vividos pero que resultaban, de algún modo, familiares. Por fin avanzamos hacia la entrada principal. Yo estaba de las últimas en la fila. Tras pasar por varias habitaciones, entre ellas, el gran salón, donde hallé una de las lámparas más impresionantes que había visto en mi vida, decido perderme entre aquel ambiente palaciego. De repente, unas dulces notas de piano llaman mi atención, hasta llegar a la habitación de donde provenían. Cierro de nuevo los ojos, y me imagino con uno de esos vestidos de corte romántico que rodeaba mi cintura con un lazo de seda, y que casi hacía que me sintiera parte de aquellos recuerdos palaciegos. Quizás esas teclas de piano habían sido tocadas por el ligero recuerdo de las que fueron mis manos una vez en el pasado, y que ahora mi mente insistía en recordarme. Mientras sigo recorriendo aquellos largos pasillos, acaricio con la yema de mis dedos el placentero tacto del terciopelo de las paredes, combinado con los bordes dorados. Hubo un momento en el que perdí la noción del tiempo, del lugar, del porqué estaba allí. Sólo podía pensar en buscar a mi señor Darcy, que por allí debía hallarse, observándome desde algún lugar del pasillo con una firme postura, dejando entrever el orgullo masculino de los hombres de la época, que tanta dulzura de carácter escondía en realidad. En ese instante, nada me hubiera hecho más feliz que un cortés beso en la mano...

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