Era un día lluvioso de octubre, el cielo estaba cubierto por cientos de nubes, unas nubes que parecían estar algo tensas entre sí, pero a la vez, también calmadas. Iban desplazándose muy lentamente por el ras del cielo, impregnando el día de un intenso color gris acompañado de un manto finísimo transparente que emborronaba la vista hacia el horizonte. Yo tenía nueve años, mi madre había decidido pasar ese domingo en familia, pues una prima lejana suya tenía una casa en la sierra, a la que ya habíamos sido invitados alguna vez que otra.
Tras el desayuno, subo las escaleras de mi casa aprisa, abro el armario, y cojo mi chándal favorito, mientras mi madre vestía a mi hermano pequeño. Entonces cogemos el coche y tomamos rumbo a la carretera de la sierra.
Ya desde el coche podía percibirse un fino olor a tierra mojada que llenaba de paz mi mente. De repente, mi madre gira a la derecha y se adentra en un camino de barro que dificultó nuestro viaje, pues este ahogó las ruedas del coche e impedía que siguiésemos. Aún así, en pocos metros, consiguió vencer al barro y avanzamos. Al final del camino se encontraba la casa de su prima. Llegamos, por fin, y su marido nos esperaba con una gran sonrisa en el portón para abrirnos. Se trataba de un hombre alto, delgado, de poco pelo por arriba, con gafas grandes y una nariz algo robusta. Mi madre aparca el coche, baja a mi hermano, y yo me bajo de un brinco. El marido de su prima viene a darme un abrazo y yo le sonrío con timidez. A escasos metros, se encontraba la casa, era una vivienda grande y algo antigua, con varios balcones y terrazas. Al entrar por la cocina, un gran estruendo de gente se apodera de la paz. La prima de mi madre viene a saludarnos y nos invita a pasar al salón. Este era muy espacioso, con altos techos y paredes llenas de cornamentas de ciervos disecadas. Los sillones estaban todos ocupados por la familia de la mujer. Debía haber una decena de personas en la casa. La cocina era muy pequeñita, un espacio cuadrado impregnado del olor de la comida que se estaba cocinando en ese momento. Era una de las salidas al exterior de la casa, por lo que parecía un pasillo bastante transitado. Llega la hora de comer y nos sentamos en una gran mesa de madera junto a la chimenea, para probar ese arroz tan delicioso que se había hecho. Estaba calentito, eran como cucharaditas de gloria para el paladar, teniendo en cuenta los 14ºC que se respiraban en el patio. La multitud de la familia no dejaba apreciar del todo el sabor de comer en el campo un día como ese. Los días lluviosos son especiales, hacen que se palpite cada gota de agua al caer en el suelo, nos llevan hasta nuestros pensamientos más pacíficos, a veces nos hacen recordar momentos y personas especiales.
Terminamos de comer, las mujeres recogen la mesa, y se dirigen hacia la cocina para dejarlo todo limpio y poder reposar la comida. Yo me quedo en el salón junto a mi hermano, sentada en un sillón de piel muy cómodo. Nos encontrábamos justo delante de la chimenea, pudiendo contemplarla de cerca y guardar el intenso olor del humo que desprendía el fuego. Había un reloj de estilo rústico pegado en la pared que daba las 16.30; todo el mundo dormía en los sillones y sofás de la habitación, y yo me decido a explorar el resto de la casa, empezando por el exterior. Así que, atravieso la cocina y bajo unas cinco escaleritas hasta llegar al suelo del patio. Justo enfrente de esta, se encontraba una habitación no muy grande con olor a jabón marsellés. Podía apreciarse una pila blanca, como las de antaño, con el trozo de jabón en uno de sus extremos. Vuelvo la vista hacia atrás y salgo del lavadero para adentrarme en un estrecho pasillo regocijado por el hueco de unas antiguas escaleras de hierro oxidadas por el tiempo. El primo de mi madre trabajaba como comerciante con unas máquinas de videojuegos para los bares. Por lo que, ya habiendo entrado el pasillo, entro en una sala llena de estas máquinas, todas apagadas, por supuesto, cubiertas de polvo. Paso la mano por una de ellas llenándola de ese polvo y sintiendo el olor a viejo de estas, que se mezclaba con el de la lluvia de fuera. Al salir de la sala de máquinas, una capa de humedad me cubrió por completo, llenando de magia aquel momento. Solamente se oían los pájaros en los árboles, acompañando el agradable sonido de las gotas en las hojas. De vez en cuando, alguna simpática ardilla se dejaba entrever por las ramas de los pinos, jugueteando con las bellotas que habían recogido del suelo. Dejo esa parte de la casa atrás, y llego a un porche con una mesa y dos sillas, donde me siento a contemplar cómo la lluvia cubría de magia aquel apaciguado día de octubre.
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