jueves, 27 de octubre de 2011

En el café. Aquellos ambientes parisinos...

Entonces, me senté. 
-Se han divulgado muchas opiniones acerca de su libro, señorita Marchant, ¿tiene algo que decir al respecto?-. Dijo el editor con seria expresión en la cara. 
Se trataba de un hombre de origen británico, alto y muy elegante, llamado Charles. Llevaba una larga gabardina de piel marrón a juego con su mascota. Tenía un bigote de aspecto refinado que le daba cierto aire sofisticado. Las gafas de lectura que llevaba puestas, le hacían parecer uno de esos intelectuales de la época, que creen llevar la razón en todo lo que dicen. Me quedé callada, tomando en mi mano la delicada taza de café que el camarero había reposado sobre la mesa unos minutos antes. Le miré y sonreí con picardía, cuando entonces decidí poner mi bolso en aquella mesa, sacando de él con gran descaro un cigarrillo y colocándomelo en los labios. 
-¿Tiene usted fuego, Charles?-. Le pregunté.
Me miró con cara de desilusión y sacó una cerilla para encenderme el cigarro. Ambos sabíamos que había cierta tensión entre nosotros, desde hacía tiempo no parábamos de trabajar juntos en el libro que tanto tiempo me había llevado, un libro que contaba la historia de una mujer luchadora, con sus propios ideales sobre el amor, y sobretodo, una mujer peculiar donde las haya. Esta era una descripción que encajaba a la perfección con el perfil de mi abuela materna, que, en su lecho de muerte, me había confesado ciertos aspectos de su vida que toda la familia, incluida yo, desconocíamos. Desde pequeña me he sentido muy especial cada vez que se dirigía a mi, es como si viera en mis ojos uno de sus más preciados recuerdos. Cierto es, que desde que mis padres murieron en aquel trágico accidente de tren cuando yo aún no había alcanzado los diez años de edad, su especial aprecio por mí había causado ciertos celos entre mis demás hermanas y hermanos. Aunque siempre había sido la oveja negra de la familia, de un modo u otro; sobretodo por mi físico, pues todos eran de piel más bronceada con rasgos mediterráneos, y con ojos oscuros; sin embargo, yo, supongo que me asemejaba más al físico norteño. Era de piel clara, con el pelo rubio oscuro con algunos reflejos dorados, y ojos verde agua. Se ha llegado incluso a dudar de que su hija fuera mi verdadera madre, pues ella era morena, de pelo rizado, aunque con los ojos verdes. Este secreto familiar me había tenido muchos años pensativa y con la gran idea de plasmarlo en lo que realmente había sido, una bella historia. Ahora por fin me había decidido, pero mi editor seguía prestándole demasiada atención a la prensa. 


Le miré y dije .- ¿Sabe qué, Charles? No me importa lo que se pueda decir acerca de la historia de mi abuela, sé que fue algo real, y opino que sería un delito no poder dar cuenta de ello al mundo entero. ¿Es usted consciente de que es cuestión de seguir alimentando el más sincero sentimiento del amor?.-
Bajé la mirada, y apagué el cigarrillo en el cenicero de cristal que había al lado de la copa de coñac del editor.
De repente, un suspiro salió de su boca y me respondió con la siguiente afirmación. -Supongo que piensa que me dejo llevar demasiado por los comentarios de la prensa, pero tenga muy en cuenta donde se está metiendo. Está dando a conocer una de las aventuras amorosas de un noble de hace un siglo, quizás sus descendientes reclamen la atención de su historia y tenga problemas a la hora de la publicación a nivel europeo. Y lo que es más importante, creerán que lo hace por dinero.- He de reconocer que me sentí algo preocupada al escuchar estas palabras de la boca de un profesional, pero supongo que siempre he sido una soñadora empedernida y defensora de mis ideales románticos, como un día lo fue mi abuela, y no podía dejar que esa historia se fuera al más allá con ella. Era una historia digna de darse a conocer, y por supuesto, no me parecía bien ocultar la verdadera identidad de los personajes, por lo que decidí continuar con mi proyecto. Charles no quería problemas con su trabajo, no le gustaban las polémicas, y huía siempre de todo lo relacionado con llamar la atención; simplemente se dedicaba a cumplir con su trabajo. Aún así, comprendió mi posición y decidió apostar por el posible triunfo de mi anhelada novela. Así que, abrió su maletín con olor a piel recién curtida sacando la hoja del contrato y una pluma para que pudiera firmarlo.Sin pensarlo dos veces, firmé y le estreché la mano, diciéndole con la mirada clavada en sus ojos.
-A sido un placer poder contar con usted en esto, le aseguro que no se arrepentirá.- Me levanto de la silla y dejo al pobre y asustado editor en aquel café bar de la gran avenida parisina, sosteniendo su delicada copa de coñac en la mano.

sábado, 24 de septiembre de 2011

La magia de la lluvia

Era un día lluvioso de octubre, el cielo estaba cubierto por cientos de nubes, unas nubes que parecían estar algo tensas entre sí, pero a la vez, también calmadas. Iban desplazándose muy lentamente por el ras del cielo, impregnando el día de un intenso color gris acompañado de un manto finísimo transparente que emborronaba la vista hacia el horizonte. Yo tenía nueve años, mi madre había decidido pasar ese domingo en familia, pues una prima lejana suya tenía una casa en la sierra, a la que ya habíamos sido invitados alguna vez que otra. 
Tras el desayuno, subo las escaleras de mi casa aprisa, abro el armario, y cojo mi chándal favorito, mientras mi madre vestía a mi hermano pequeño. Entonces cogemos el coche y tomamos rumbo a la carretera de la sierra.
Ya desde el coche podía percibirse un fino olor a tierra mojada que llenaba de paz mi mente. De repente, mi madre gira a la derecha y se adentra en un camino de barro que dificultó nuestro viaje, pues este ahogó las ruedas del coche e impedía que siguiésemos. Aún así, en pocos metros, consiguió vencer al barro y avanzamos. Al final del camino se encontraba la casa de su prima. Llegamos, por fin, y su marido nos esperaba con una gran sonrisa en el portón para abrirnos. Se trataba de un hombre alto, delgado, de poco pelo por arriba, con gafas grandes y una nariz algo robusta. Mi madre aparca el coche, baja a mi hermano, y yo me bajo de un brinco. El marido de su prima viene a darme un abrazo y yo le sonrío con timidez. A escasos metros, se encontraba la casa, era una vivienda grande y algo antigua, con varios balcones y terrazas.  Al entrar por la cocina, un gran estruendo de gente se apodera de la paz. La prima de mi madre viene a saludarnos y nos invita a pasar al salón. Este era muy espacioso, con altos techos y paredes llenas de cornamentas de ciervos disecadas. Los sillones estaban todos ocupados por la familia de la mujer. Debía haber una decena de personas en la casa. La cocina era muy pequeñita, un espacio cuadrado impregnado del olor de la comida que se estaba cocinando en ese momento. Era una de las salidas al exterior de la casa, por lo que parecía un pasillo bastante transitado. Llega la hora de comer y nos sentamos en una gran mesa de madera junto a la chimenea, para probar ese arroz tan delicioso que se había hecho. Estaba calentito, eran como cucharaditas de gloria para el paladar, teniendo en cuenta los 14ºC que se respiraban en el patio. La multitud de la familia no dejaba apreciar del todo el sabor de comer en el campo un día como ese. Los días lluviosos son especiales, hacen que se palpite cada gota de agua al caer en el suelo, nos llevan hasta nuestros pensamientos más pacíficos, a veces nos hacen recordar momentos y personas especiales. 
Terminamos de comer, las mujeres recogen la mesa, y se dirigen hacia la cocina para dejarlo todo limpio y poder reposar la comida. Yo me quedo en el salón junto a mi hermano, sentada en un sillón de piel muy cómodo. Nos encontrábamos justo delante de la chimenea, pudiendo contemplarla de cerca y guardar el intenso olor del humo que desprendía el fuego. Había un reloj de estilo rústico pegado en la pared que daba las 16.30; todo el mundo dormía en los sillones y sofás de la habitación, y yo me decido a explorar el resto de la casa, empezando por el exterior. Así que, atravieso la cocina y bajo unas cinco escaleritas hasta llegar al suelo del patio. Justo enfrente de esta, se encontraba una habitación no muy grande con olor a jabón marsellés. Podía apreciarse una pila blanca, como las de antaño, con el trozo de jabón en uno de sus extremos. Vuelvo la vista hacia atrás y salgo del lavadero para adentrarme en un estrecho pasillo regocijado por el hueco de unas antiguas escaleras de hierro oxidadas por el tiempo. El primo de mi madre trabajaba como comerciante con unas máquinas de videojuegos para los bares. Por lo que, ya habiendo entrado el pasillo, entro en una sala llena de estas máquinas, todas apagadas, por supuesto, cubiertas de polvo. Paso la mano por una de ellas llenándola de ese polvo y sintiendo el olor a viejo de estas, que se mezclaba con el de la lluvia de fuera. Al salir de la sala de máquinas, una capa de humedad me cubrió por completo, llenando de magia aquel momento. Solamente se oían los pájaros en los árboles, acompañando el agradable sonido de las gotas en las hojas. De vez en cuando, alguna simpática ardilla se dejaba entrever por las ramas de los pinos, jugueteando con las bellotas que habían recogido del suelo. Dejo esa parte de la casa atrás, y llego a un porche con una mesa y dos sillas, donde me siento a contemplar cómo la lluvia cubría de magia aquel apaciguado día de octubre.
http://www.goear.com/listen/39f197a/lluvia-en-el-bosque-encantado-