Pasan los años pero el sabor de las mañana sigue siendo siempre el mismo, quizás por la espera de un beso, quizás por la melodía tan peculiar del afilador pueblerino. Una melodía, sin duda, capaz de parar el tiempo cuando suena. Personalmente, para mi tiempo en mis primeros años de vida, en casa de los padres de mi madre. Ansiosa, en aquel sillón marrón de terciopelo y reposabrazos de madera. Observando a mi abuelo cuidar de sus perdices en el patio, y a mi abuela en la cocina. Una postal muy típica entre recuerdos infantiles. De repente, un olor más dulce que el de la mañana, llama mi atención y miro hacia esa puerta que siempre solía estar encasquillada, de hecho, aún lo está. Un camino humeante procedente de un plato lleno de leche con galletas deja su rastro en el ambiente del desayuno. Mi abuela me da cucharadas de aquella rica comida, mientras la suave melodía del afilador suena por las cuestas que rodean el barrio, y mi abuelo le habla a sus perdices con mirando sus cabezas bajar hacia el cuenco del alpiste. Por no hablar de un extraño cuadro que se encontraba colgado en la pared, cuyo paisaje albergaba cierto misterio que me transmitía más realidad de lo que su nitidez permitía. El personaje que allí habitaba sostenía un carro viejo de madera con unas enormes ruedas. El frescor ya dejaba su agradable sensación en nuestros rostros, al darle paso por la ventana, ya se fundía con aquella estampa que me inunda el corazón de amor y de nostalgia.